sábado, 22 de septiembre de 2007

El proceso de Evaluación: realidades y desafíos


Las concepciones que históricamente se han tenido de la evaluación aluden fundamentalmente a una acción separada del proceso de enseñanza-aprendizaje, lo que ha producido a su vez una distorsión del sentido de la educación formal, siendo ésta funcional a necesidades ajenas al sujeto que se está formando. Sin embargo, el concepto de evaluación ha sufrido una evolución considerable desde fines del siglo XIX, pues tal como sostiene Ahumada (2005) ésta ha transitado desde un “acto de juzgar el valor de las cosas” hacia una concepción que centra su atención en la toma de decisiones.

Pedro Ahumada en su libro “Hacia Una Evaluación Auténtica Del Aprendizaje” (capitulo 2), sostiene que en la actualidad se acepta una “concepción ecléctica de la evaluación”, es decir, ésta recoge los mejores aportes de las diversas teorías sobre el proceso evaluativo para lograr una mejora de éste a partir del mismo proceso de enseñanza-aprendizaje, en donde el estudiante sea participe en forma directa de la construcción de su conocimiento. No obstante, aun se sigue abordando la evaluación como un fenómeno aparte del proceso de enseñanza-aprendizaje.

La aplicación de un nuevo paradigma sobre la evaluación, independiente de su grado de acierto, se ha visto históricamente obstaculizada por la existencia de prácticas contrarias a las pregonadas, en el aula. Además, a esto se suma la separación que se hace entre teoría y práctica, no entendiendo que éstas se deben fusionar en un proceso dialéctico que permita alcanzar la concretización integral de la nueva propuesta, pues ésta no tendrá el efecto esperado si sólo se aplica parcialmente y no en su totalidad. Un ejemplo de la división entre teoría y practica lo podemos encontrar en el alejamiento que se produce entre los planteamientos de académicos especialistas en evaluación y las prácticas del docente en el aula, que siguen ancladas en paradigmas obsoletos y ajenos a las necesidades de los estudiantes. En este sentido, el método de evaluación universalmente aceptado y el más aplicado, la prueba o examen, se transforma en un gran impedimento a la hora de aplicar un nuevo sistema de evaluación, cuando se le sigue utilizando como la única herramienta para evaluar los aprendizajes.

En relación a lo anterior, Ahumada sostiene que los exámenes en general y las pruebas en particular han ido constituyendo un espacio de convergencia de un sinnúmero de problemas: sociológicos, políticos, psicopedagógicos y técnicos. Esto quiere decir que el examen ha resultado ser para la sociedad la mejor herramienta para evaluar y certificar el grado de conocimiento de una persona, visión positivista de la realidad que busca una supuesta objetividad en las cosas, pero que no resuelve el problema de fondo, en este caso, el hecho de que el aprendizaje no se produce íntegramente sumado a la separación que se establece entre el proceso de enseñanza-aprendizaje y la evaluación.

Existen, según Pedro Ahumada, ciertos “marcos que rigen las pruebas”, es decir, parámetros sobre los cuales construir medios de pruebas. En este sentido, sostiene que “las diversas teorías de la medición sirvieron como marco en el diseño e implementación de los procedimientos de pruebas”. Con esto, lo que se hizo fue utilizar paradigmas de medición ajenos al ámbito de la educación e implementarlos en el proceso de evaluación. A partir de lo anterior, se ha concebido el nivel de “dificultad” y de “discriminación” como condicionantes para determinar si un instrumento de evaluación es válido técnicamente. Ante esto, el estudiante se encuentra con una evaluación que busca ponerle trabas en lugar de determinar su nivel de aprendizaje y, por otro lado, produce una separación entre alumnos “buenos” y “malos”. Esto conduce a la imposibilidad de poder comparar el real aprendizaje de estudiantes que han rendido diferentes pruebas y en contextos también desiguales. El problema se complica aún más cuando se pretende medir el grado de conocimientos a partir de pruebas estandarizadas a un nivel superior (local o nacional), pues se está desconociendo una compleja realidad que va desde la diversidad de habilidades hasta lo heterogéneo de los contextos en los cuales se educan los estudiantes. Ejemplos de estas pruebas los podemos encontrar en Chile, en la PSU y el SIMCE, sistemas de selección y medición a partir de parámetros nivelados a nivel nacional, bajo los cuales se establece el tipo de estudiante estándar que puede ingresar a la educación superior (PSU) o que cumple con los niveles óptimos de aprendizaje (SIMCE), ignorando en el hecho la complejidad de un sistema educacional elitista y que no asegura a todos los estudiantes chilenos las mismas condiciones de estudio. En consecuencia, el sistema educacional chileno se ha transformado en una pirámide trunca, pues sólo egresan de éste un bajo número de estudiantes, en relación al total que ingresó y que en su mayoría quedó en la base o en un nivel intermedio de la pirámide.

En vista de esta compleja realidad, Ahumada sostiene que la alternativa pasa por la implementación de un “sistema alternativo de evaluación”. En éste sistema los esfuerzos están orientados a mejorar el aprendizaje y orientar a los estudiantes en la construcción de su propio conocimiento, valorando la evaluación como un proceso consustancial al aprendizaje mismo, es decir, no separado y posicionado en un lugar terminal, además de considerar los conocimientos previos y la diversidad de los estudiantes, y los contextos en los cuales estos se forman, con el fin de alcanzar aprendizajes significativos para éstos. No obstante, y tal como sostiene Ahumada, “gran parte de sus nuevos planteamientos no se cumplen o se ignoran, porque las normas administrativas y las condiciones laborales no lo permiten”, ante esto, la solución pasa fundamentalmente por transformar la normativa vigente y crear condiciones laborales de los docentes aptas para el desarrollo de un nuevo sistema de evaluación. Además, es fundamental comprender que una nueva forma de llevar a cabo la evaluación se debe implementar de forma integral, y no de manera sectorial, pues de lo contrario los beneficios de ésta no se van a poder apreciar.

Un elemento importante de este nuevo sistema es la funcionalidad que le asigna a la evaluación, pasando a resaltar las funciones diagnóstica y formativa, entregándole menor relevancia a lo sumativo. Con lo anterior, la evaluación ya no es vista separada del proceso de enseñanza-aprendizaje, sino como parte de éste, ni tampoco alejada de los intereses e inquietudes de los estudiantes, siendo posible un aprendizaje significativo para éstos.

Para lo anterior, obviamente no se pueden seguir empleando los procedimientos de evaluación tradicionales como las pruebas escritas u orales, sino que se deben utilizar nuevas formas, tales como mapas conceptuales, elaboración de graficas, ensayos, etc., con lo cual el proceso, y no los resultados, adquiere un lugar central.

No obstante los beneficios de estos nuevos planteamientos para la enseñanza de los estudiantes, nos encontramos en la actualidad con una serie de obstáculos que impiden avanzar hacia un sistema de evaluación más equitativo, entre los cuales el más significativo es el hecho de confundir el proceso de evaluación con calificación o nota y de asignar a esta última un valor de cambio transable en el mercado. Problemática de tipo estructural que es necesario solucionar para pasar a una concepción de la evaluación como un proceso formación y no de segregación.